"Si Dios no existe, todo vale". Negado cualquier Juez, todo se nos presenta como permitido; si tras la vida no nos espera ningún juicio, nada de cuanto hagamos ahora está sujeto a juicios morales. El placer a través del dolor ajeno tiene tanto fundamento como la filantropía.
Pero, ¿no les parece a ustedes que toda esta jerga carece de valor? (Bueno, pero a mí qué me importa los que os parezca a vosotros). Quiero decir: todos estos sofismas baratos, al igual que las retahílas de las fórmulas o la pompa de los mitos, son incapaces de captar las constantes vitales (debo decir que estas palabras son plagiadas). Sería fácil demostrar a través de las leyes de la lógica que somos cualquier cosa, que la vida es "esa chulería de la materia", como la llamaba Ciorán, pero carecería completamente de importancia; a la hora de la verdad, ningún razonamiento puede hacer frente a los sentimientos.
Pero en fin, todo esto me parecen tonterías. Si me permiten, o como si no, intentaré ilustrar esto con un ejemplo. Una anécdota que me ocurrió hace tiempo. Acababa yo de leer a Sade por primera vez y tenía la cabeza llena de quimeras sobre el libertinaje ateo y el egoísmo extremo. En esto que, en un paseo cualquiera con alguien, llamémosle D., éste me confesó que hacía bastante sentía curiosidad por matar un animal. Por comprobar qué se siente teniendo en tus manos a un ser vivo, con el poder para acabar con él. Todos hemos matado a muchos insectos, pero él quería algo que le resultara más cercano; algún mamífero, por ejemplo, como un gato o un perro. Algo grande en quien pudiera percibir el dolor cuando lo torturara. Y esa noche -pues siempre paseábamos de noche- quería llevarlo a cabo.
Parecía que la Casualidad estaba de nuestro lado; no tardamos mucho en encontrar un parque oculto entre árboles y donde dormían algunas palomas. El escenario se encontraba muy cerca de la calle peatonal, pero apenas parecía haber gente en la zona y, seguramente, los que pasearan por allí ni siquiera llegarían a ver el interior del parque.
En ese momento, cuando D. se dispuso a inmovilizar a una de las palomas, sentí repulsión. Me decía a mí mismo "¡bah! es sólo un animal sin consciencia de sí mismo; hoy es paloma, mañana será abono y en dos días servirá de alimento a los gusanos. Sólo cambiará". Intentaba, de esta manera, restarle valor a la vida del ave. En un momento incluso accedí a ayudarle, buscando una piedra puntiaguda con la que golpearle en las alas e impedir así que echara a volar durante el tormento que le esperaba. Ante mi falsa tardanza, y digo falsa porque no quería encontrar esa piedra, D. acabó por pegarle al animal en la cabeza con lo primero que encontró. Al parecer le destrozó el cráneo, pero no fue suficiente para acabar con su vida. Aunque sí para inmovilizar la mitad de su cuerpo; tras el golpe, la paloma intentó echar a volar con la única ala que podía mover. Al chocar contra el suelo, comenzó a dar vueltas en círculos arrastrándose y aleteando como debilmente podía.
D. me llamaba casi a gritos para que me acercara a verlo; para él, casi parecía un espectáculo. Lo disfrutaba. Yo, en cambio, pese a que me repetía todos los argumentos que se me ocurrían sobre la inutilidad de esa vida respecto a mí, no logré fijar la vista en el animal moribundo durante más que unos segundos. Pero, ¿saben? No tenía tanto peso lo desagradable como el temor a que nos pillaran; al comprender esto sentí asco. Me resultaba desagrable preocuparme más por que alguien pudiera verme en esa situación que por la vida del bicho.
En ese momento hubiera querido vomitar o escupirle a D. e impedir que siguiera con su tortura, rematando a la paloma. Pero a decir verdad sólo me quedé allí parado, vigilando que nadie se diera cuenta de nuestra fechoría. Me convertí en cómplice, y desde luego que me importaba más ser así de insensible que la vida con la que mi acompañante estaba apunto de acabar.
Finalmente, tras cerca de un cuarto de hora en la que el animal aleteó con sus últimas fuerzas, D. remató a la paloma con un pisotón. Fue lento, como algunos cabríais esperar: puso su pie sobre el torso de ésta y, aprisionando su pecho poco a poco, acabó por explotar el tórax. Había reventado, rompiéndose los huesos.
Y yo, en fin, me maldije a mí mismo por no ser capaz de disfrutar con ello ni tener la voluntad suficiente como para haberlo parado. Claro que, como decía, tampoco es que me importara especialmente la vida del animal.
Para terminar, me veo obligado a deciros que no os confundais: no pretendo extrapolar esto y demostrar, usándome a mí mismo como ejemplo, que carecemos de control sobre nuestras emociones. No es mi intención declarar nulo el argumento "si Dios no existe, todo vale". Claro que todo vale; al fin y al cabo, ni D. ni yo seremos nunca castigados por lo que hicimos esa noche. Pero yo no escribí esto porque me sienta un Raskolnikov en potencia. Tampoco como un esputo en contra de aquellos que defienden sus ideas, creyendo sus argumentos más válidos que los demás de manera fanática, sino porque llevaba tiempo queriendo contarlo y me aburría.