II - Tormenta e ímpetu

En cuanto al amor, ese sentimiento idealizado y malogrado a causa del romanticismo barato que predomina actualmente, debo decir que lo desprecio tanto o más como a la masa mediocre. ¡Lo desprecio y lo necesito! Del mismo modo que escribo por verdadera necesidad, no sé vivir sin el enamoramiento. Esto, creo, merece explicación aparte:

En uno de sus poemas, decía Bécquer que debía vestir a los hijos de su fantasía de palabra; que necesitaba desahogarse, vaciar el cuerpo de sus ideas y sentimientos, y que por ello debía conformarse aun si su inteligencia sólo conseguía vestir éstos de harapos. ¡Pues bien! yo escupiré mis palabras con la piel arrancada a tiras si así ha de ser; las vomitaré, ya que no soporto tenerlas dentro de mí. Y me pregunto, por cierto, si no habrá cierto sadismo en ello: ¿se deberá el alivio que siento al expresar mis neuras al hecho de contagiar al mundo de mi amargura?

Pero no os confundais: para mi desgracia, no soy malo. No disfruto con el sufrimiento ajeno. Claro que tampoco soy un alma cándida; si soy algo, sería, en definitiva, idiota. Pero tampoco cuento con la inconsciencia de aquel bonachón ingenuo e inocente que no ve nada de cuanto ocurre a su alrededor. ¡No sé qué soy!

Quizá os pregunteis qué diablos tiene que ver esto con el amor. Y la verdad es que yo tampoco lo sé, aunque dicho lo dicho aprovecharé mis palabras por analogía: del mismo modo que necesito expresarme y atención, aunque sea de esta mala manera, necesito también el cariño humano -hecho que me parece patético. Por supuesto que contemplo el amor como un engaño de la naturaleza, una excusa para dar rienda suelta a nuestros instintos. En este sentido, no hay acto humano que me parezca más egoísta: tenemos hijos, en conclusión, para perpetuar nuestro ego. Para que éstos continuen como un eslabón más de nuestro legado. Y obviamente, si entendemos el amor como ese sentimiento cercano al altruismo en el que lo das todo e incluso a ti mismo por el ser amado, nunca sentí nada parecido; me plantearía incluso sacrificarme por mí mismo. Yo, señores, ¡me aburro! No me basto conmigo mismo, y no por casualidad el romanticismo alemán, el sturm und drang, daba tanto protagonismo al amor, que es nuestra fuente mayor de sentimiento; sólo él, encarnación ideal de la tormenta y el ímpetu, produce tantas satisfacciones y sufrimiento...

Pero ya dije muchas veces que no creo en lo bello y sublime, si se me permite tal expresión; ya que emulé la estructura llevada a cabo por el memorialista del subsuelo, tomaré prestada también alguna de sus palabras. Como decía, rechazo todo lo que se tome por bello y sublime: rechazo, en definitiva, el amor. Los límites de éste son el ego propio y la necesidad eterna de compañía, y yo no necesito sino un cómplice, un esclavo que me ame a pesar de todo; que me ame mientras le confío mis sentimientos.

No hay comentarios: