VIII - El inevitable final feliz

Ha llegado el momento de la autodestrucción: esto se acabó.

(Pensaba despedirme con dignidad; ocultar que realmente querría haber escrito mucho más. Pero me resulta inevitable continuar, aunque sólo sea por restarle valor a una confesión de la que no puede extraerse nada nuevo y que nada significa.)

VII - La prostitución como modo de vida

Yo quería, por cierto, que esto tuviera alguna clase de hilo conductor. O que al menos resultara mínimamente interesante... Qué digo; querría que, simplemente con trasladarme al papel, consiguiera el mejor de los psicoanálisis: adelantado en el tiempo, exultante de originalidad y todas esas papanatas... Pero qué queréis que os diga, soy el primero a quien esto no le parece más que una mierda. ¿Para qué engañarnos? ya pasamos demasiado tiempo a lo largo del día fingiendo. No se trata de falta de autoestima, sino de sinceridad.

Y hablando de esto: creo que si le dijera a la gente de mi alrededor lo que opino de ellos me quedaría -aun más- solo. Se suele decir y hasta aceptar que todo el mundo es único, valga la paradoja; que somos especiales, que tenemos algo bueno que mostrar al mundo, y nosotros nos lo creemos: "¡qué buena gente soy! ¡y qué listo...!". Hipócritas consigo mismos con aires de grandeza. No te preocupes si no te identificas con este triste estereotipo: casi nadie lo hace. Tranquilo; puedes seguir creyéndote un triunfador.

Pero, ¿no os parece graciosísimo cómo cambiamos el sentido a las palabras? Irónicamente, en la actualidad triunfador y sus sinónimos sociales tales como satisfacción suelen tener el mismo significado que ser puta. Les explico: tener éxito significa condescender para con un modo de vida basado en la falsedad. El principal requisito para el éxito es, sin lugar a dudas, la capacidad de engañar. Necesitas saber mentir tan bien que hasta te creas tú mismo tus engaños. Así, mientras aceptas cualquier cosa y se te pasa la vida sin disfrutar, entre relaciones falsas y apego a nada importante, finges que te gusta. Como las putas. Tener éxito significa sonreír mientras tragas mierda y se te va la vida.

Pero no os creáis que yo me creo superior: no llego ni a fracasado. Nada de esto me parece original; sólo se trata de un vómito más tratando de alzar la cabeza sobre el objeto de la crítica, manipulando el complejo de inferioridad para aparentar que uno es diferente. Y todo con el único objetivo de poder gustar a otro autómata y añadir algo de emoción a una vida aburrida como la de cualquiera, teniendo sexo y llegando, quizá, un día en el que cumplamos con nuestro objetivo biológico y tengamos un hijo que continúe con nuestra absurda cadena de esperma y sangre.

VI - Elogio a la inutilidad

Y como me aburro, ahora querría seguir escribiendo. Aunque realmente crea no tener nada que decir, ¡nada! 

V - El aburrimiento como motor

Y es que, si estás leyéndome esperando encontrar algo interesante, mejor deja de hacerlo; esto no es ningún retazo de Sabiduría concentrada en unas pocas palabras. Como mucho es un pasatiempo, ya que escribo esto porque me aburro. Así, sin más: el único motor que me empuja a teclear sin ton ni son, de improviso, además de mi egolatría, es el aburrimiento.

El mundo, a mi parecer, demuestra la imperfección de Dios; éste debió llevar a cabo la Creación porque se aburría.

IV - Si Dios no existe, todo vale

"Si Dios no existe, todo vale". Negado cualquier Juez, todo se nos presenta como permitido; si tras la vida no nos espera ningún juicio, nada de cuanto hagamos ahora está sujeto a juicios morales. El placer a través del dolor ajeno tiene tanto fundamento como la filantropía.

Pero, ¿no les parece a ustedes que toda esta jerga carece de valor? (Bueno, pero a mí qué me importa los que os parezca a vosotros). Quiero decir: todos estos sofismas baratos, al igual que las retahílas de las fórmulas o la pompa de los mitos, son incapaces de captar las constantes vitales (debo decir que estas palabras son plagiadas). Sería fácil demostrar a través de las leyes de la lógica que somos cualquier cosa, que la vida es "esa chulería de la materia", como la llamaba Ciorán, pero carecería completamente de importancia; a la hora de la verdad, ningún razonamiento puede hacer frente a los sentimientos.

Pero en fin, todo esto me parecen tonterías. Si me permiten, o como si no, intentaré ilustrar esto con un ejemplo. Una anécdota que me ocurrió hace tiempo. Acababa yo de leer a Sade por primera vez y tenía la cabeza llena de quimeras sobre el libertinaje ateo y el egoísmo extremo. En esto que, en un paseo cualquiera con alguien, llamémosle D., éste me confesó que hacía bastante sentía curiosidad por matar un animal. Por comprobar qué se siente teniendo en tus manos a un ser vivo, con el poder para acabar con él. Todos hemos matado a muchos insectos, pero él quería algo que le resultara más cercano; algún mamífero, por ejemplo, como un gato o un perro. Algo grande en quien pudiera percibir el dolor cuando lo torturara. Y esa noche -pues siempre paseábamos de noche- quería llevarlo a cabo.

Parecía que la Casualidad estaba de nuestro lado; no tardamos mucho en encontrar un parque oculto entre árboles y donde dormían algunas palomas. El escenario se encontraba muy cerca de la calle peatonal, pero apenas parecía haber gente en la zona y, seguramente, los que pasearan por allí ni siquiera llegarían a ver el interior del parque.

En ese momento, cuando D. se dispuso a inmovilizar a una de las palomas, sentí repulsión. Me decía a mí mismo "¡bah! es sólo un animal sin consciencia de sí mismo; hoy es paloma, mañana será abono y en dos días servirá de alimento a los gusanos. Sólo cambiará". Intentaba, de esta manera, restarle valor a la vida del ave. En un momento incluso accedí a ayudarle, buscando una piedra puntiaguda con la que golpearle en las alas e impedir así que echara a volar durante el tormento que le esperaba. Ante mi falsa tardanza, y digo falsa porque no quería encontrar esa piedra, D. acabó por pegarle al animal en la cabeza con lo primero que encontró. Al parecer le destrozó el cráneo, pero no fue suficiente para acabar con su vida. Aunque sí para inmovilizar la mitad de su cuerpo; tras el golpe, la paloma intentó echar a volar con la única ala que podía mover. Al chocar contra el suelo, comenzó a dar vueltas en círculos arrastrándose y aleteando como debilmente podía.

D. me llamaba casi a gritos para que me acercara a verlo; para él, casi parecía un espectáculo. Lo disfrutaba. Yo, en cambio, pese a que me repetía todos los argumentos que se me ocurrían sobre la inutilidad de esa vida respecto a mí, no logré fijar la vista en el animal moribundo durante más que unos segundos. Pero, ¿saben? No tenía tanto peso lo desagradable como el temor a que nos pillaran; al comprender esto sentí asco. Me resultaba desagrable preocuparme más por que alguien pudiera verme en esa situación que por la vida del bicho.

En ese momento hubiera querido vomitar o escupirle a D. e impedir que siguiera con su tortura, rematando a la paloma. Pero a decir verdad sólo me quedé allí parado, vigilando que nadie se diera cuenta de nuestra fechoría. Me convertí en cómplice, y desde luego que me importaba más ser así de insensible que la vida con la que mi acompañante estaba apunto de acabar.

Finalmente, tras cerca de un cuarto de hora en la que el animal aleteó con sus últimas fuerzas, D. remató a la paloma con un pisotón. Fue lento, como algunos cabríais esperar: puso su pie sobre el torso de ésta y, aprisionando su pecho poco a poco, acabó por explotar el tórax. Había reventado, rompiéndose los huesos.

Y yo, en fin, me maldije a mí mismo por no ser capaz de disfrutar con ello ni tener la voluntad suficiente como para haberlo parado. Claro que, como decía, tampoco es que me importara especialmente la vida del animal.

Para terminar, me veo obligado a deciros que no os confundais: no pretendo extrapolar esto y demostrar, usándome a mí mismo como ejemplo, que carecemos de control sobre nuestras emociones. No es mi intención declarar nulo el argumento "si Dios no existe, todo vale". Claro que todo vale; al fin y al cabo, ni D. ni yo seremos nunca castigados por lo que hicimos esa noche. Pero yo no escribí esto porque me sienta un Raskolnikov en potencia. Tampoco como un esputo en contra de aquellos que defienden sus ideas, creyendo sus argumentos más válidos que los demás de manera fanática, sino porque llevaba tiempo queriendo contarlo y me aburría.

III - La tragicomedia de la vida

Se entrevé en todo esto cierto sentimiento trágico de la vida, como diría Unamuno -yo lo denominaría mejor tragicomedia. Esto es, ¿cómo esperar la salvación a través de algo que la razón nos señala como imposible? La razón me presenta al amor, en efecto, como una ilusión estampada contra la dura realidad; así, la única posibilidad de redención no resulta más que una fantasía, como consecuencia todo deviene en frustración, sufrimiento y agonía.

Existen a pesar de todo la fe, como creencia ciega; o la esperanza, como último resquicio de los instintos. Pero padezco de un escepticismo incurable que me ha sumido en un profundo nihilismo; mi pesimismo me impide tomar como posible cualquier justificación. Siempre que escucho a alguien defender sus ideas, creyendo sus argumentos más válidos que los de su interlocutor, me da la impresión de asistir al discurso de un fanático. ¡Y ojalá pudiera estar convencido yo, al menos, de mi duda! Pero incluso me planteo la posibilidad de que ésta no sea más que un autoengaño, algo creado por mí para justificar ante mi alter ego la incapacidad de creer, mi desconfianza hacia todo.

Niego cualquier progreso, excepto el tecnológico. Que igualmente de nada sirve, aunque yo también prefiera el aire acondicionado a la creencia en el alma... Bah, dije que no mentiría -y no lo cumplo por ustedes, sino por mí mismo: en realidad, desde pequeño quise poder creer Dios, pero nunca pude. Sin embargo, Nietzsche y su declaración de la muerte de Dios no me parece más que un absurdo, pues éste no ha muerto sino sólo mutado; lo cambiamos nosotros, a nuestro antojo. Multiplicidad frente a lo único, como afirmaba el filósofo alemán, pero igualmente no creo que de nada sirva: la vida nunca se erigirá como único criterio. Ya no somos niños.

Tengo la impresión de estar escribiendo mucho y no diciendo nada, así que me ahorraré los preámbulos: la vida es corta y está llena de miserias, y aun así nos empeñamos en fijar nuestros objetivos en un mundo ideal más allá de lo real... Pero si colocamos el centro de gravedad en algo inexistente, la vida no tiene dónde apoyarse.

II - Tormenta e ímpetu

En cuanto al amor, ese sentimiento idealizado y malogrado a causa del romanticismo barato que predomina actualmente, debo decir que lo desprecio tanto o más como a la masa mediocre. ¡Lo desprecio y lo necesito! Del mismo modo que escribo por verdadera necesidad, no sé vivir sin el enamoramiento. Esto, creo, merece explicación aparte:

En uno de sus poemas, decía Bécquer que debía vestir a los hijos de su fantasía de palabra; que necesitaba desahogarse, vaciar el cuerpo de sus ideas y sentimientos, y que por ello debía conformarse aun si su inteligencia sólo conseguía vestir éstos de harapos. ¡Pues bien! yo escupiré mis palabras con la piel arrancada a tiras si así ha de ser; las vomitaré, ya que no soporto tenerlas dentro de mí. Y me pregunto, por cierto, si no habrá cierto sadismo en ello: ¿se deberá el alivio que siento al expresar mis neuras al hecho de contagiar al mundo de mi amargura?

Pero no os confundais: para mi desgracia, no soy malo. No disfruto con el sufrimiento ajeno. Claro que tampoco soy un alma cándida; si soy algo, sería, en definitiva, idiota. Pero tampoco cuento con la inconsciencia de aquel bonachón ingenuo e inocente que no ve nada de cuanto ocurre a su alrededor. ¡No sé qué soy!

Quizá os pregunteis qué diablos tiene que ver esto con el amor. Y la verdad es que yo tampoco lo sé, aunque dicho lo dicho aprovecharé mis palabras por analogía: del mismo modo que necesito expresarme y atención, aunque sea de esta mala manera, necesito también el cariño humano -hecho que me parece patético. Por supuesto que contemplo el amor como un engaño de la naturaleza, una excusa para dar rienda suelta a nuestros instintos. En este sentido, no hay acto humano que me parezca más egoísta: tenemos hijos, en conclusión, para perpetuar nuestro ego. Para que éstos continuen como un eslabón más de nuestro legado. Y obviamente, si entendemos el amor como ese sentimiento cercano al altruismo en el que lo das todo e incluso a ti mismo por el ser amado, nunca sentí nada parecido; me plantearía incluso sacrificarme por mí mismo. Yo, señores, ¡me aburro! No me basto conmigo mismo, y no por casualidad el romanticismo alemán, el sturm und drang, daba tanto protagonismo al amor, que es nuestra fuente mayor de sentimiento; sólo él, encarnación ideal de la tormenta y el ímpetu, produce tantas satisfacciones y sufrimiento...

Pero ya dije muchas veces que no creo en lo bello y sublime, si se me permite tal expresión; ya que emulé la estructura llevada a cabo por el memorialista del subsuelo, tomaré prestada también alguna de sus palabras. Como decía, rechazo todo lo que se tome por bello y sublime: rechazo, en definitiva, el amor. Los límites de éste son el ego propio y la necesidad eterna de compañía, y yo no necesito sino un cómplice, un esclavo que me ame a pesar de todo; que me ame mientras le confío mis sentimientos.

I - Superego

Ante todo, reconozco en mí un fuerte sentimiento de egolatría, ¿y qué tema iba a tratar alguien tan preocupado por su ego sino él mismo? Escribo esto, en definitiva, por y para mí; el hecho de que lo haga público no reafirma sino mi vanidad, pendiente siempre de ser reconocida o, al menos, atendida.

Esto es, en el fondo, algo que doy por hecho en todas las personas; debéis saber... no, os quiero decir que no creo en vuestro ideal altruismo, en las causas nobles ni en nada que supuestamente antepongáis a vosotros mismos. Claro que no todo el mundo piensa igual que yo: por eso, repito, quiero dejar clara constancia de mi gran a amor a mí mismo, que me afecta e influye en todos los ámbitos.

Y esto me lleva a otra cuestión: la sinceridad. Me mentiría a propósito si pudiera hacerlo, pero no logro auto engañarme a no ser que lo haga sin proponérmelo, inconscientemente se podría decir. Así pues, si pretendo convertir esto en un reflejo de mí, no me queda otra opción que ser sincero hasta lo hiriente. Y como el motivo de que escriba no es más que deciros que estoy aquí, si mintiera mi labor carecería de sentido; no es que espere unas alabanzas a mi forma de ser, pues esperar que nos quieran es, como esperar aplausos al final de la obra, humillante... Bueno, dije que no mentiría: por supuesto que espero reconocimiento, como aplausos o guantazos; la forma me es indiferente, ¡pero que se me preste atención!

Aunque, ¿sabéis? Antes ya de comenzar a escribir me decía a mí mismo "debes hacerlo así y así"; sólo coger el lápiz y, sin pensar, transcribir al papel las obsesiones que me carcomen. Y así, divagando, me imaginaba a mí mismo en el futuro sin soltar más que mentiras; contando alguna historia, definiendo algún pensamiento o esclareciendo un sentimiento (pues escribir es necesariamente reduccionista) para justo después del -supuesto- punto final decir "¿ven esto? pues es todo mentira". A veces lo hago a conciencia, pero en ocasiones comienzo a escribir y la falacia surge de mi boca de manera natural. Sin quererlo conscientemente. Y esto ocurre, muy a mi pesar, porque intento engañarme a mí mismo y esconder el patetismo que siento; me detesto, os confieso. No soporto estar conmigo mismo a solas, en silencio, y escucharme: tengo la sensación de que mi cabeza sólo produce basura...

Pero, ¡ay! existe a veces en la falta de autoestima una vanidad tal que me hace sentir especial: me otorga cierta sensibilidad que, sin reconocerla en quienes me rodean, me coloca paradójicamente sobre ellos. Así, mi sentimiento de inferioridad me convierte paradójicamente en un arrogante trágico. Un masoquista que necesita torturarse para reafirmar su condición de maltratado por la vida, mi sentido de originalidad defectuosa. Soy un verdadero sentimental que traduce sus emociones en el melodrama. Ridículo, pues a la vez que me siento por encima de "la mayoría" quisiera ser como ella. No sabría definir esto sin recurrir a la ambivalencia, a la mezcla de envidia y desprecio, a mi amor propio y a mi querer ser diferente.